domingo, 28 de diciembre de 2008

2 de diciembre de 2008

Queríamos salir de casa temprano, sobre las 7, pero no lo conseguimos. Dejamos el piso a las 8, ya con el sol fuera desde hace rato. Me encanta el calorcito egipcio y, sobre todo, sacar a pasear mis sandalias cuando en Belgrado está nevando.

Siguiendo los puntos de referencia que Fran nos dio, llegamos hasta Sadat para pillar un "taxi amarillo" que funcionan con taxímetro y no hay que negociar. Todavía no nos hemos metido lo suficiente en el ambiente como para regatear. Nos sentimos turistas indefensos. Antes de montarnos, le insistimos que no queremos paradas en ninguna tienda, que nuestro único destino es la puerta de acceso a las pirámides. Se dirige al sur bordeando el Nilo; después lo cruza y más tarde comienza a alejarse hasta llegar a una carretera que todo el mundo nos ha dicho que está repleta de burdeles. Yo no distingo ninguno a la luz del día y desde el taxi. Alrededor de una hora más tarde, y mientras atravesamos polvorientas calles e escenas míticas del día a día, surgen como de la nada 3 moles gigantescas. Se las ve difusas. La capa de contaminación es evidente, pero no impide reconocerlas. Imponen.

Creemos estar ya acercándonos a la puerta cuando de repente el taxi se detiene. La puerta trasera que está a mi lado se abre y allí aparece un rostro cautivador, de tez morena y mirada verte profunda. Su voz suave y tono melódico no deja de ser menos atrayente. Nos invita a bajar, pero despierto del encandilamiento y me niego al percatarme que se trata una vez más de un intento por vendernos algo. Aquella mirada sigue intentándonos convencer; Vasa me mira, yo lo miro y le repito que no me bajo. El grado de ridiculez de la situación aumenta por segundos: el vendedor sigue dándole, nosotros hacemos oidos sordos y el taxi desespera ante nuestra pasividad y la oportunidad que está perdiendo de no hacerse con su parte de la comisión. Hartos, cierran la puerta y arrancamos. Diez minutos má starde nos deja en las taquillas. Pagamos y salimos.

Vasa insiste en que entre con él a las Pirámides. Me atrae la idea, pero me asusta pensar en los 20 metros de pasadizo claustrofóbico y polvoriento, oscurro y atiborrado de turistas que entran y salen. Me falta la respiración, pero al mismo tiempo la curiosidad me puede. Acabamos comprando dos entradas para la "Gran Pirámide". Ya en el recinto, aquellas moles imponentes desde la distancia pierden parte de su encanto. Dejan de impresionar en su conjunto, si bien es cierto que sobrecoge el tamaño de los bloques que usaban para construirlas y, aún más, saber que los remolcaron Nilo arriba para satisfacer los deseos faraónicos.

Ya en la entrada de la atracción, el guarda me pide que deje la cámara de fotografiar fuera. Insiste en que no puedo entrar con ella. Le pregunto que dónde la dejo y me responde "Ahí", al tiempo que señala un montón de cámaras apiladas que turistas van pillando de forma desorganizada al salir. Me niego en rotundo. Por un momento se me reproduce el momento en que salgo de la Pirámide y mi cámara no esté allí, todo el mundo desentendiéndose y nadie responsable de la desaparación. Vasa le insiste en que no la usaremos y que sola no entraré porque me da claustrofobia y prefiero entrar con alguien conocido. El guarda no cele y decido quedarme haciéndole compañía.

La mañana se nos pasará en aquella explanada que un día fue desierto y que hoy es parte de la capital. A la otra parte del Nilo, que queda cerca, se levantan un sinfín de edificios hasta un horizonte lejano, todos ellos inmersos en aquella burbuja negra de contaminación. Alrededor de las 11, aquel hormiguero ensalza sus cántigos a Alá.

La tranquilidad general del lugar también se ve interrumpida a menudo por carreras de camellos o caballos que compiten en velocidad, enfurecidos por unos amos que desean vanagloriarse frente al resto de mercaderes allí presentes.

Un par de horas más tarde, tras las fotos de rigor y la visita a la esfinge, no menos decepcionante, negociamos un taxi para nuestro regreso al Cairo: una limusine a Al-Hussein por 35&E. Al comienzo no me fío porque el coche no lleva símbolo alguno que pruebe ofrecer el servicio de taxi, pero de la nada aparece el "primo del conductor" e intenta convencerme con un "very good man, madame, very good man". Sólo el guiño de Vasa me tranquiliza y acepto subir. Al final, me alegra haber aceptado porque el señor resulta ser un taxista amabilísimo que nos hará, a la par, de guía. Finalmente, nos deja en Al-Hussein, donde le habíamos pedido. En lugar de las 35&E que hemos acordado, le damos las 40&E iniciales que pedía.

Estamos perdidos y la guía nos sirve de poco en esta ocasión. En el mapa todo parece pequeño y accesible, pero la realidad es otra. Comenzamos a andar y dejamos que sea la ciudad la que nos reconozca a nosotros, en lugar de nosotros a ella: tiendas, bares, comida, mezquitas, plazas,... Tenemos hambre y la matamos con un delicioso shawarma que nos sabe a gloria. La sed nos la quitamos con una Cola-Cola para evitar el agua no embotellada que nos han servido.

Retomamos pronto nuestra andadura, esta vez ya metidos de pleno en el bazar: callejones estrechos de luces, figuritas, pañuelos, escarabajos, esfínges,... y muchos gritos, la mayoría de ellos en español. Vasa queda asombrado por la rapidez con que me reconocen, por la claridad reveladora de mis rasgos. Las conversaciones las intentan entablar directamente en español, pero me doy cuenta de que cuando Vasa les dice que es de Serbia no van más allá. Simplemente le responden con un "Oh, Serbia,... Welcome to Egypt, Sir". Así que decido adoptar esta nacionalidad durante mi estancia en la tierra de los faraones, y funcionará.

A medida que andamos, vamos descubriendo las diferentes zonas del bazar: las especias, los objetos de cobre, los perfumes,... Incluso uno se percata de la zona para turistas y la zona de locales. Al adentrarnos en esta, nadie, absolutamente nadie, se dirige a nosotros. Nos miran, pero no tienen "nada que vender" que nos pueda interesar. Entramos en una de las mezquitas que se alza a nuestra derecha y a cambio de unas pocas libras egipicias, nos brindan amabilidad y un paseo por la sala de oraciones, la madraza y el minarete. Nos dejan incluso subir. La panorámica quita la respiración.

Por un lado, se percibe el tamaño mastodóntico de la ciudad, interminable hasta allá donde consigue alcanzar la vista. No muy lejos se distingue el Cairo Islámico y dicen que en los días claros (que imagino que serán pocos con ese grado de contaminación) también es posible divisar las pirámides por donde ahora se deja caer el sol. Sin embargo, lo más sobrecogedor son los tejados. Son de un gris de guerra, acompañado de un perfil destrozado y devastado de la ciudad. La ciudad es toda escombros.

Empezamos a descender cuando de repente comienza el canto a la oración. Son las 17h. y nuestro guía nos pide, un poco a la desesperada, que abandonemos el recinto. Salimos corriendo y nos calzamos en la calle. El ambiente ha cambiado en esta media hora que hemos estado en la mezquita. Las callejuelas son invadidas por carritos de venta de pan y compradores que se acercan. En sus puestos, los mercaderes sacan platitos de comida y la saborean. Estamos hambrientos y decidimos comprar algo en un local repleto de gente: lleva arroz, macarrones, fideos, garbanzos, lentejas... está delicioso. Vasa le echa un salsa picante en uno de los extremos porque yo no quiero y a los pocos segundos está tosiendo y rojo como un tomate. Una mujer que está sentada muy cerca se echa a reir y algunos egipcios que pasan por allí no pueden disimular sus risitas al ver a dos extranjeros devorándose un plato de koshari.

Al salir de aquellas callejueglas, cogemos un taxi y nos dirigimos a la Plaza de la Ópera. Cerca está el café Groppi, donde hemos quedado con Fran a las 6h. Lo esperamos en la terraza pero tarda. Lo llamamos y dice que está al caer, que llega en menos de 2 minutos. Lo seguimos esperando y a la hora empezamos a pensar que algo está pasando... Volvemos a hablar y descubrimos que hay dos Groppi en la ciudad, y cada uno está en un lugar diferente. Sobre las 7:30 nos reencontraremos para tomarnos el merecido café.

Esa noche salimos a cenar por Zamalek, el antiguo barrio occidental. Hoy todos los extranjeros prefieren vivir en sus cápsulas, zonas aisladas del centro donde rigen sus leyes y poco o nada existe del mundo egipcio: rubias en bikini, niños yendo en bicicleta por la calle, etc. Aunque Zamalek ya no es lo que era, todavía se respira en el aire que tampoco fue nunca un barrio 100% egipcio. Cenamos con Fran, Felipe y Juan, dos compañeros más de este mundillo de ELE. El local, con cuyo nombre no consigo quedarme, es precioso y la comida, que hoy es egipcia, está riquísima. No recuerdo los nombres, pero sí lo que era: un plato con pollo en salsa, otro de conejo con unas espinacas viscosas, un bacalao medio picante y pa' beber una cervecita egipcia, que no está mal pero no mata.

Nos retiramos sobre la 1. Tenemos el tiempo justo para llegar a casa, arreglar maletas, despedirnos de Fran y montarnos en un taxi camino del aeropuerto nacional. A las 4:45 tenemos nuestro vuelo a Abu-Simbel.

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